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Desventuras en el País Jardín-de-Infantes (María Elena Walsh)


La escritora María Elena Walsh publicó en pleno año '79 un artículo en el suplemento cultural de Clarín (Argentina) que se transformó en un ejemplo de resistencia inteligente frente a la censura y las listas negras del proceso. Es sorprendente que Clarín la haya publicado, pero esos años también tenían estas cosas. Un editor que se jugaba por una nota y ese poquito de luz que todos agradecíamos.


* * *

Clarín, 16 de agosto de 1979.
Nuestro país ha conocido largos años de paternalismo perverso. Años en los que quien quería crecer como individuo debía soportar ser sospechoso de subversión, porque todo lo que se actuara o pensara en contra del discurso autoritario podía ser vuelto como un boomerang peligroso que costaría prohibiciones, listas negras, cercenamientos, autocensura, persecución, hasta la muerte. Pocas voces se alzaron defendiendo el derecho a ser individuos. El terror era demasiado grande. Una de esas voces fue la de María Elena Walsh en un artículo que, por su valentía, lucidez y sentido de la defensa, de la dignidad humana, merece ser transcrito íntegramente. Se trata de “Desventuras en el país-Jardín-de-Infantes”, publicado en el diario Clarín en agosto de 1979, y en él nos dice la “juglaresa”:


“Si alguien quisiera recitar el clásico “Como amado en el amante/ uno a otro residía” (1) por los medios de difusión del país-jardín, el celador de turno se lo prohibiría, espantado de la palabra “amante”, mucho más en tan ambiguo sentido.
Imposible alegrar que esos versos los escribió el insospechable San Juan de la Cruz y se refiere a personas de la Santísima Trinidad. Primero, porque el celador no suele tener cara (ni ceca). Segundo, porque el celador no repara en contextos ni significados. Tercero, porque veta palabras a la bartola, conceptos al tún-tún y autores porque están en capilla.

Atenuante: corno el celador suele ser flexible con el material importado, quizá dejara pasar “por esa única vez” los sublimes versos porque son de un poeta español.
Agravante: en ese caso los vetaría sólo por ser poesía, cosa muy tranquilizadora. El celador, a quien en adelante llamaremos censor para abreviar, suele mantenerse en el anonimato, salvo un famoso calificador de cine jubilado que alcanzó envidiable grado de notoriedad y adhesión popular.

El censor no exhibe documentos ni obras como exhibimos todos a cada paso. Suele ignorarse su curriculum y en qué necrópolis se doctoró. Sólo sabemos, por tradición oral, que fue capaz de incinerar “La historia del cubismo” o las “Memorias de (Groucho) Marx”. Que su cultura puede ser ancha y ajena como para recordar que Stendhal escribió !as novelas “El rojo” y “El negro” y que ambas son sospechosas, es dato folklórico y nos resultaría temerario atribuírselo.
Tampoco sabemos, salvo excepciones, si trabaja a sueldo o por vocación, porque la vida lo engañó o por mandato de Satanás.

Lo que sí sabemos es que existe desde que tenemos uso de razón y ganas de usarla, y que de un modo u otro sobrevive a todos los gobiernos y renace siempre de sus cenizas, como el Gato Félix. Y que fueron ¡ay! efímeros los períodos en que se mantuvo entre paréntesis.

La mayoría de los autores somos moralistas. Queremos -debemos- denunciar para sanear, informar para corregir, saber para transmitir, analizar para optar. Y decirlo todo con nuestras palabras, que son las del diccionario. Y con nuestras ideas, que son por lo menos las del siglo X y no las de Khomeini.

El productor-consumidor de cultura necesita saber qué pasa en el mundo, pero sólo accede a libros extranjeros preseleccionados, a un cine mutilado, a noticias veladas, a dramatizaciones mojigatas. Se suscribe entonces a revistas europeas (no son pornográficas, pero quién va a probarlo. ¿No son obscenas las láminas de anatomía?) que significativamente el correo no distribuye?

25 millones, sí, porque los niños, por fortuna, no se salvan del pecado. Aunque se han prohibido libros infantiles, los pequeños monstruos siguen consumiendo historias con madrastras-harpías, brujas que se comen niños, hombres que asesinan a 7 esposas, padres que abandonan a sus hijos en el bosque, Alicias que viajan bajo tierra sin permiso de mamá. Entonces ellos, como nosotros, corren el riesgo de perder ese “sentido de familia” que se nos quiere inculcar escolarmente… y con interminables avisos de vinos.

Esta no es una bravuconada, es el anhelo, la súplica de una ciudadana productora-consumidora de cultura. Es un ruego a quienes tienen el honor de gobernarnos (y a sus esposas, que quizás influyan en alguna decisión así como contribuyen al bienestar público con sus admirables obras benéficas): Déjenos crecer. Es la primera condición para preservar la paz, para no fundar otra vez un futuro de adolescentes dementes o estériles.

Como aquella pobre modista negra llamada Rosa Parks, encarcelada por haberse negado a cederle el asiento a un pasajero blanco en un autobús según la obligaba la ley, la autora declararía a quien la acusara de sediciosa: “No soy una revolucionaria, es que estaba muy cansada”.

Pero Rosa Parks, en un país y una época (reciente) donde regían tales leyes en materia de “derechos humanos”, era adulta y, ayudada por sus hermanos de raza, pudo apelar a otro ámbito de la justicia para derrotar, a la larga, la opresión y contribuir a desenmascarar al Ku-Klux-Klan.

Nosotros, pobres niños, a qué justicia apelaremos para desenmascarar a nuestros encapuchados y fascistas que vienen de arriba, de abajo y del medio, para derogar fantasmales reglamentos dictados quizá por ignorancia o exceso de celo de sacristanes más papistas que el Papa.

Sólo podemos expresar nuestra impotencia, nuestra santa furia, como los chicos: pataleando y llorando sin que nadie nos haga caso.

La autora está “muy cansada”, no por los recortes que haya sufrido porque volverán a crecerle como el pelo y porque de ellos la compensa el privilegio de integrar la honorable familia de sus compatriotas, sino por compartir el peso de la frustración generalizada. Porque es célula de todo un organismo social y no aislada partícula. Porque más que la imagen del país en el exterior le importa y duele el cuerpo de ese país por dentro.

Y porque no es una revolucionaria pero está muy cansada, no se exilia sino que va a llorar sentada en el cordón de la vereda, con un único consuelo: el de los zonzos. Está rodeada de compañeritos de impecable delantal y conducta sobresaliente (salvo una que otra travesura). De coeficiente aceptable, pero persuadidos a conducirse como retardados y, pese a su corta edad, munidos de anticonceptivos mentales.

Todos tenemos el lápiz roto y una descomunal goma de borrar ya incrustada en el cerebro. Pataleamos y lloramos hasta formar un inmenso río de mocos que va a dar a la mar de lágrimas y sangre que supimos conseguir en esta castigada tierra.”

[Reproducido en Desventuras en el País Jardín-de-Infantes, Buenos Aires: Sudamericana, 1993. 13-18. Versión digital preparada por Marina Herbst.]

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