Hola, engendro.
Tal vez debería saludarnos y así hacerlo todo más fácil, pero ya es muy tarde para eso: ya me leíste y me estas escribiendo.
La presente tiene un objetivo y tres razones. El fin es conocido por los dos y ya será agobiantemente establecido a su tiempo. En cualquier caso, las oportunidades de encontrarnos nos tienen disponibles a cada instante y tú te les ofreces sin compasión.
Las razones, en cambio, requieren de una explicación, a pesar de que son el resultado de nuestros permanentes agravios.
La primera se hace evidente y es la primera porque es la más difícil de evitar: la mayor parte del tiempo sólo estoy contigo y es cuando siento que la soledad me devora.
La segunda, no por eso menos importante, es una sentencia de muerte por abandono. Así que declaro que desde hoy no volverás a ser tú; no volverás a merodear por los jardines de escombros que dejas a tu paso, ni por los ríos de licor en que te bañas. No te dejaré salir nuevamente y te contagiarás del bien de la alegría hasta morir.
La tercera parece innecesaria y fútil al ojo ajeno. Incluso yo la veo como una posibilidad falta de prestigio, pero es una posibilidad. Nada se pierde en el intento, si se hace con el corazón. Eso nos decía la abuela, ¿recuerdas?
Un psicólogo, un médico, hasta un bibliotecario docto te considerarían simpático. Del mismo modo, en el más extremo de los casos, uno de esos etólogos sabelotodo te querría etiquetar como todo un sistema digno de mí. Yo, tu incondicional servidor en batalla, el incansable alimentador de tu ego, el diestro voceador de tus verdades, tu compañero de aventuras, yo, te llamo a escondidas: Bestia. Tal vez porque lo eres y quiero negarlo culpando a las circunstancias y al traidor destino por lo que has hecho de mí.
Ya no me cabes en la cara; no me cabes en los ojos; no te resisto la mirada, pero te respeto. Ahora te lo demuestro cumpliendo este último juramento, objeto de la presente. Aunque te considere mi inevitable yo, no seré más lo que quieres ser. Renuncio a ti.
Parasimpático, tú y yo